domingo, 21 de diciembre de 2014

La Encarnación: manifestación del limite como poder


 El nacimiento de Cristo
según Paul Gauguin, 1896

(texto de mi amigo Javier Sicilia)

Una vez más, como cada año, nos disponemos a celebrar la Navidad. Nadie, en Occidente, escapa al acontecimiento. Repentinamente la vida de todos los días se suspende y nos guste o no, le denominemos ambiguamente fiestas de invierno, creamos en él o no, lo reduzcamos a ruido y a regalos o una meditación recogida, su misterio nos envuelve. ¿Qué nos dice?


La tradición occidental nos enseña que es el descendimiento de lo alto a lo bajo, de Dios que entró en el mundo de los hombres como una criatura indefensa, tan indefensa que podríamos aplastarla de un puñetazo. El acontecimiento, como todos los hechos evangélicos, tiene, sin embargo, resonancias profundas e inagotables. Hoy se nos presenta como un desafío al mundo contemporáneo.


Si algo nos muestra el Niño de Belén, como una concretización del mito de Epimeteo, es precisamente lo contrario de lo que el mundo sacraliza: la desmesura.


1. Nostalgia de Epimeteo
Desde siempre, Prometeo ha sido una figura emblemática para el Occidente moderno. La rebelión de ese titán humanista que, contra la arrogante arbitrariedad divina, asalta el cielo y entrega a los hombres el fuego y la libertad, las técnicas y el arte, ha sido fuente de inspiración de todas las rebeliones de los siglos xix y xx. Sin embargo, después de la segunda guerra mundial, Albert Camus descubrió su degradación en el ensayo "Prometeo en los infiernos". Si Mary Shelley y Goethe, como lo señala José María Sbert, percibieron ya "cierta ambigüedad en el mito", fue Camus quien descubrió su horror: Prometeo ha sido traicionado. Su rebelión se ha convertido en el horror de los poderes de la técnica: "Hoy la humanidad [sólo] se preocupa [...] de las técnicas. Se rebela en sus máquinas [...] cree que hace falta liberar, en primer lugar, el cuerpo, incluso si el espíritu tiene que morir provisionalmente."


Frente a eso, ¿qué oponer? Camus oponía la virtud del límite que pedía el Prometeo de Esquilo: "Les prometo la reforma y la reparación, ¡oh mortales!, si son [...] lo bastante virtuosos [...] para operarlas con sus manos." Pero las palabras del titán ya habían sido degradadas: la virtud, en manos de los poderes del hombre moderno, se ha convertido en el triste hábito del dominio. Contra ese olvido, Iván Illich opone a Epimeteo.


Visto desde la rebelión del héroe titánico y desde el poder tecnológico, Epimeteo es sólo un imbécil: delegado por su hermano para repartir las facultades entre las criaturas, lo hace tan mal que al llegar al hombre se le han acabado –lo que obliga a Prometeo a robar a los dioses–; luego, engañado por Zeus, abre la caja de Pandora de donde salen la enfermedad, la vejez y la muerte. Sólo la esperanza queda atrapada en ella. Illich, sin embargo, ve en ese mito –despreciado por los atenienses y olvidado por los modernos–, no la imbecilidad, sino la humildad, los límites y la esperanza. Mientras el hombre prometeico quiere fiarse de su poder y de sus resultados para dominar a Pandora y cerrar su caja, generando con ello la aparición de Némesis –el castigo de Prometeo es una metáfora de la contraproductividad de las instituciones y de las técnicas modernas que, para tratar de de eliminar los males, genera otros mayores–; Epimeteo es el hombre de la humildad y la esperanza. Frente a Pandora, que no es la dispensadora de los males, sino, como lo dice un mito más antiguo, la proveedora de todo, de bienes y de males, y que muestra con ello los límites humanos, Epimeteo confía en la bondad de la naturaleza y en la esperanza que guarda la caja. A diferencia de su hermano, no desespera ni busca dominar con la sabiduría robada a los dioses. Por el contrario, espera del don del otro, confía en la sabiduría de la experiencia y de la tradición y asume la alegría de la condición humana; busca cuidadosamente una vida buena enmarcada en los límites y en la amistad, no en el control de la panacea científico-tecnológica, de las ideologías y de las instituciones modernas. Al ayudar a su hermano a encender el fuego y forjar el hierro, no lo hace con un espíritu de dominación, sino para aliviar, para sanar y ocuparse de sus prójimos.


2. La Navidad: El mito de Epimeteo deja de ser mito.
Si algo le hace falta al mundo, no son las virtudes que Prometeo pedía a los hombres, sino la paciente y confiada humildad de Epimeteo, esa humildad -expresión de lo posible o no humanamente- que, como la encarnación del Verbo lo mostró, es renuncia al poder y al dominio, y que puede expresarse en estos versos de Evgueni Evtouchenko, que el propio Ivan Illich cita:
“cada quien el mundo que le pertenece
y en ese mundo la maravilla de un minuto
y en ese mundo lo trágico de un minuto,
son los bienes que le pertenecen."


Frente a la manipulación genética, a los intentos desmedidos por controlar y trastocar los secretos de la naturaleza; frente a los sueños de las soluciones tecnológicas y de los derechos humanos que han abolido el tiempo y el espacio, el lugar y la percepción de los sentidos, el límite y la medida, el Niño de Belén dice lo contrario: el misterio de la Encarnación es la sacralización de los límites: Dios entró al mundo para mostrar que Dios salva en la aceptación de la pequeñez humana. Desde la cueva de Belén hasta la Cruz, ningún acto de desmesura caracteriza la vida ese niño cuyo nacimiento celebramos. A las tentaciones de usar su poder —en el desierto, en el Huerto de los Olivos y en la Cruz—, respondió siempre con la afirmación de su proporción humana.


La modernidad, sin embargo, ha roto con esa gran evidencia. Con ello ha vuelto difícil no sólo la percepción de la presencia de ese Niño en el aquí y en el hoy de nuestras vidas, sino su enseñanza salvífica. Hoy las esferas que cuelgan del árbol navideño de la posmodernidad son el elogio contrario de esa presencia salvadora. Sobre el pesebre donde el Niño duerme, la posmodernidad ha colocado el horror de la ausencia y ha diferido en el tiempo su advenimiento: no es, dice nuestra posmodernidad, en la proporción, en la mesura, en los límites que la encarnación de Dios nos muestra, donde Dios nos salva y nos abre al Reino, sino en el uso desmedido de nuestra inteligencia que al dominar la Creación y fundar todo en la satisfacción de los deseos creará la salvación para todos.


Basta con la fraternidad, con el gozo que trae la relación del mundo con nuestros sentidos, con la pobreza de la vida, con la alegría del invierno en la noche frente a un buen fuego y con nuestra finitud; basta confrontar esas pequeñas cosas que constituyen nuestra verdadera realidad con la desmesura, la prisa y las pesadillas del mundo moderno, para percibir a qué grado nuestro mundo niega la presencia salvífica del Niño de Belén y ha colocado en su lugar el horrible hueco de la angustia. Los que sentimos eso con dolor y, sin embargo, tratamos de vivir la encarnación sin amargura, ¿estamos atrasados o, en realidad, vamos más adelante y tendremos la fuerza de mantener su presencia?


Ante esa pregunta que se levanta perentoria, uno vuelve los ojos al Evangelio de San Juan: "Aquel que es el Verbo se hizo carne y habitó con nosotros lleno de amor y verdad." Si es verdad que nuestra salvación está en nuestra condición de hombres que como el Verbo hecho carne y contingencia se autolimitan para vivir en el orden de la amistad y de los límites que señala la realidad de un mundo encarnado, digo que "sí", sobre todo a causa de esa fuerza de la debilidad y de esa autodonación que conozco en algunos hombres que han hecho de la pobreza del Niño de Belén su existencia. Los hombres de los que hablo son hermanos de ese Niño. Saben que no existe una justicia y una salvación en la desmesura, que el mundo de hoy tiene los ojos vacíos de la Gorgona, y que es preciso rechazar sus pesadillas para sustituirlas, tanto como sea posible, por la única realidad real que tenemos: la alegría de ser hombres en un mundo con límites y proporciones. Es ahí donde el Niño de Belén, el Verbo encarnado, permanece como una evidencia. Que un solo hombre en el mundo lo viva basta para saber que su savia está intacta, a pesar de la noche y de la ausencia posmodernas.



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