El Juicio de Residencia[1]
era un proceso de control administrativo cuyo objetivo era detectar cuáles
funcionarios públicos estaban realizando sus actividades de manera correcta,
pues de lo contrario, a quien se le comprobara que actuaba al margen de la ley,
con despotismo, arbitrariedad o injusticia, era ejemplarmente castigado, con
sanciones que iban desde lo económico (reparación del daño) hasta ser
desterrado a perpetuidad del lugar en el que había ejercido su actividad, inhabilitándoles,
además para volver a ocupar cargos públicos. Un ejemplo es el célebre juicio
que durante la primera mitad del siglo XVI se le inició al malogrado
conquistador Nuño Beltrán de Guzmán.[2]
El proceso
definido en el siglo XVIII, aunque ya desde antes se hacía seguía los
siguientes pasos:
1)
INICIACIÓN. Implicaba una actitud de discernimiento por parte
del rey de España y de sus consejeros de Indias, quienes llevaban una relación
muy completa de los funcionarios que recién habían concluido su gestión a fin
de determinar a cuales de ellos se les habrían de iniciar el proceso de la
Residencia.
De
inmediato se elegía al funcionario que habría de ser investido como juez de la
Residencia. Este cargo generalmente recaía en letrados o abogados con el
objetivo de garantizar el estricto apego a la legalidad. Al efecto, el rey
dictaba una real cédula en la que se señalaba el nombre del funcionario a
residenciar y se mencionaba la persona que era embestido Juez, así́ como uno o
varios suplentes para el caso de imposibilidad física, material o jurídica de aquél.
Es
preciso, pues, identificar a los dos actores de la trama procesal:
a) el juez de residencia
b) el funcionario residenciado
Esta real cédula que contenía el mandato y
nombramiento era información confidencial, es decir, se enviaba desde España
por Cádiz al puerto de Veracruz en vía reservada, por lo que si se aperturaba
antes de que llegara a la Real Audiencia de la ciudad de México nacía una
conducta ilícita y se iniciaban de inmediato las correspondientes indagatorias.
Se requería tal sigilo en la transportación de la cédula pues cabía la
posibilidad de que, si el residenciado se enteraba de ello, podía tomar
providencias preventivas en su beneficio antes de iniciada la investigación.
2)
ACEPTACIÓN DE LA COMISIÓN. Recibido el pliego que contenía la
real cédula y aperturado que era por el presidente de la Real Audiencia de la
ciudad de México, se tomaba nota acerca de quién era el funcionario embestido
como juez a fin de hacerle saber de manera personalísima su nombramiento. Este
funcionario, salvo casos de impedimentos de ley, en el acto aceptaba el
nombramiento regio y acusaba el debido obedecimiento. Hecho lo anterior, en el
acto se dedicaba a nombrar un escribano público que hacía las veces de actuario
a fin de dar certidumbre a todas sus actuaciones procesales.
Debemos
hacer notar que el juez de la Residencia ejercía las siguientes funciones:
-
Investigaba
la actuación del funcionario a residenciar
-
Recibía
las denuncias y/o quejas de los gobernados
-
Cuidaba
las formalidades esenciales del procedimiento
-
Recibía
y valoraba los medios probatorios que fueran presentados en forma y tiempo
-
Dictaba
una sentencia determinando la probidad o ilegalidad en la actuación del
residenciado
En efecto, sus atribuciones eran amplísimas, pues
realizaba una labor inquisitiva durante el periodo de instrucción y
posteriormente juzgaba al final de la pesquisa, sin embargo, sus actuaciones
siempre estaban íntimamente encuadradas dentro del marco de la legalidad
impuesta por las Leyes de Indias.
3)
NOTIFICACIÓN AL RESIDENCIADO. Designado el escribano, el juez de la
Residencia pasaba a localizar físicamente al residenciado y de manera personalísima
le leía el contenido de la real cédula que motivaba el juicio que se habría de
iniciar en su contra.
Naturalmente,
no era nada grato para el funcionario recibir tal notificación, sin embargo,
era algo que desde que aceptó el cargo público sabía que habría de ocurrir, así́
que, a fin de apersonarse en el proceso, designaba un Apoderado. En muy pocos
casos el residenciado se encargaba de su propia defensa. Asimismo, nombraba a
un afianzador, quien a través del depósito de una determinada cantidad de metálico
garantizaba las resultas del procedimiento.
4)
PUBLICIDAD A TRAVÉS DE EDICTOS. Esta importante función consistía en
hacer sabedora a la población del inicio formal del Juicio de Residencia en
contra de determinado funcionario público.
La
manera de dar la publicidad presentaba tres diferentes vertientes:
a)
Se
colgaban afuera de las casas reales (sede del Ayuntamiento) los edictos, en lo
que se reproducía un extracto de la real cédula que había motivado la causa. Es
importante señalar que en la mayoría de los casos estudiados, y a efecto de
respetar la Legislación de Indias, los edictos se publicaban en castellano y en
lengua náhuatl, garantizando así́ que el pueblo indígena pudiera tener noticia
de la iniciación de la Residencia, tal y como lo ordenaban las Leyes de Indias.[3]
También se colgaban los edictos en el pórtico principal de la iglesia
parroquial.
b)
Además
de lo anterior, a través de un pregonero se iba arengando en las principales
calles y plazas públicas la existencia del juicio en contra del personaje
residenciado a fin de que se presentaran, ante el juez de la causa, todos los
interesados.
c)
Finalmente,
a las poblaciones de mayor importancia se les enviaban sendos edictos con la instrucción
de que se publicaran de la manera referida en el inciso a) que antecede, además
de que en cada villa o ciudad se recurría a su propio pregonero.
A través de dichos edictos y pregones se hacia saber
con toda precisión a los ciudadanos de la comarca, que contaban con un término
de 60 días naturales para presentar su denuncia y/o queja en contra del
funcionario residenciado. En caso de que las hubiera, el juez debía tomar la declaración
y anexarla por cuerda separada a los autos del expediente principal a fin de
allegarse de los medios de prueba que sirvieran con el objetivo de dictar en su
momento oportuno la sentencia.
5)
FORMULACIÓN DE INTERROGATORIOS. Hecho lo anterior, el juez de
Residencia formulaba y glosaba a los autos una serie de entre 25 y 30 preguntas
con las cuales trataba de investigar a fondo la actuación del residenciado.
En los interrogatorios revisados se aprecia que
primaban cuestionamientos acerca del buen tratamiento a los indígenas, del
exacto manejo de la real hacienda, de la actuación puntual y expedita en las
funciones que desempeñaba, que fuera cristiano y tuviera un respetable
comportamiento fuera de los horarios de atención al gobernado, entre otras.
6)
DESAHOGO DE LAS TESTIFICALES. Consistía en hacer comparecer, dentro
del término antedicho de 60 días, ante el juez de Residencia, a un variable número
de gobernados a fin de que de manera personal y directa respondiera el
interrogatorio antes formulado. En la elección de los testigos se consideraba a
quienes, por su honestidad y buena fama, habrían de dar la información más
fidedigna y confiable.
A
los deponentes se les tomaban sus generales y en su caso el cargo civil o eclesiástico
que ejercían. Cabe señalar que principalmente eran llamados funcionarios de
primer y segundo rango, sacerdotes y párrocos, religiosos de todas las órdenes,
abogados litigantes, ciudadanos normales y corrientes, así́ como indígenas con
sus respectivos traductores cuando era necesario.
Con
base en lo anterior podemos aseverar que los testigos respondían a todas las
capas que conformaban la trama social, por lo que sin duda era un ejercicio interesantísimo
y plural en el que los gobernados se sentían representados, incluidos y capaces
de hacer señalamientos negativos. No podemos soslayar el hecho de que al
momento de desahogarse esta probanza el residenciado no podía estar presente a
fin de que hubiera plena libertad de expresión.
La
costumbre procesal de aquel siglo decimoctavo enseña que solían testificar
entre 20 y 30 ciudadanos, amén de aquellos que presentaran, durante el término
de los 60 días, sus quejas y denuncias en contra del residenciado.
7)
PRESENTACIÓN DE ALEGATOS. Próximo a fenecer el término de los 60
días, y recibidas las testimoniales y en su caso las denuncias de los
ciudadanos agraviados, el apoderado del residenciado solía presentar, por
escrito, una serie de alegaciones en las que ponderaba y defendía el buen
comportamiento y desempeño público de su representado, mismo que se integraba
al expediente principal. Muchas veces se anexaban por cuerda separada
expedientes que contenían “relaciones méritos y servicios” hechos por el
residenciado a favor de la Corona.[4]
En
los alegatos llama la atención la elegancia, sencillez y empleo asiduo de
formulismos doctrinales por parte de los litigantes. No existía perjuicio
procesal alguno en caso de no presentarse dichas alegaciones.
8)
CERTIFICACIÓN. Transcurridos los 60 días, el
escribano certificaba con toda solemnidad la terminación del periodo de la
Residencia, al menos en lo que respectaba al periodo de pruebas y presentación
de quejas. A efecto de lo anterior, se asentaba de manera expresa si existían o
no denuncias ciudadanas, y además resumía lo obrado en autos, poniendo
particular atención en el número de folios que integraban el expediente.
Fuera
de este término no se podía actuar, es decir, con la certificación operaba de iure una especie de preclusión
procesal. En lo particular, consideramos que el término de 60 días era más que
suficiente para que cualquier quejoso pudiera hacer del conocimiento del juez
de Residencia los agravios sufridos en su persona o bienes, por lo que
dilatarlo de manera indefinida no tenia ningún sentido y podía entenderse como
dejar en estado de inseguridad jurídica al residenciado, de ahí́ la fatalidad
con que se computaban los días.
9)
CITACIÓN, DICTADO Y NOTIFICACIÓN DE LA
SENTENCIA. Hecha la certificación
de las actuaciones, de inmediato se citaba al residenciado a escuchar la
sentencia que en justicia y derecho mejor lugar hubiera. En los expedientes
analizados se aprecia que la resolución se solía dictar al día siguiente de la citación,
o a lo sumo al segundo o tercer día.
En
cuanto al fondo de ésta, el juez explicaba con prolijidad el sentido de lo
resuelto, dando una motivación de las conclusiones obtenidas durante las
pesquisas, comentando si el funcionario había sido o no “apto y fiel vasallo”
en el desempeño de sus funciones. Huelga como ejemplo el siguiente extracto de
la sentencia que en noviembre del año de 1746 se dictó al señor oidor de la
Real Audiencia de Guadalajara, don Fernando de Urrutia, misma que a la letra resolvía:
“...Fallo atento a los méritos de la causa a que me
refiero por no haber resultado de lo procesado en la pesquisa secreta cargo
alguno o culpa de qué podérsele hacer al expresado señor don Fernando de
Urrutia le absuelvo del Juicio de esta Residencia...dicho Señor ha sido
Ministro íntegro, celoso, vigilante, puntual, eficaz y exacto en el servicio
de ambas Magestades en el castigo de los pecados públicos para las más
cumplidas satisfacciones de las vindictas, en el breve despacho de los negocios,
especialmente en el de los indios con particular atención, encargando a los
abogados y procuradores su defensa...”[5]
La resolución se notificaba de manera personalísima
al apoderado del residenciado, quien en el acto y de manera verbal solía
solicitar la expedición de un juego de copias certificadas, pues su tenencia
daba seguridad al funcionario residenciado.
10)TASACIÓN DE LAS COSTAS. Las costas del juicio, en concreto los
gastos del papel real, manutención y pago de los honorarios del escribano, se
tasaban conforme a la sana costumbre y se le hacia saber la cantidad resultante
al residenciado a efecto de que de su propio caudal se absorbiese ese gasto, y
no causar una erogación a la Real Hacienda. Liquidado lo anterior se daba por
finalizado formalmente el juicio de Residencia.
Estos son, a grandes rasgos, los puntos fundamentales
que conformaban los juicios de Residencia. No será́ fuera de propósito señalar
que el residenciado, en caso de estar inconforme con la sentencia, tenia
expedito su derecho para interponer el recurso de apelación que se elevaba ente
el Real y Supremo Consejo de Indias que despachaba desde España. La resolución
de este Órgano era definitiva e inatacable pues tenia el aval regio.
No podemos comprender cómo una figura jurídica tan
positiva fue condenada al exterminio. La última ocasión que hay noticia de
ella fue en la insigne Constitución morelense de Apatzingán de aquel convulso
año de 1814, en la cual la Residencia constituía un verdadero freno a la
actuación de los recién ideados tres poderes de la República: judicial,
ejecutivo y legislativo.
Sin embargo, esta figura no aparece ya en nuestra
primera Constitución, la Federal de 1824, sin encontrar en los motivos de los
constituyentes siquiera la intención de entrar a considerar su pervivencia.
Seguramente, desde entonces se visualizó que otorgar al pueblo un mecanismo
administrativo directo para investigar y juzgar la actuación de sus
gobernantes sería un lastre que les impediría moverse con libertad dentro de
lo que fue, y sigue siendo para muchos, el gran festín de las funciones
públicas.
No podemos dejar de ver que lo que sí surge en la
Constitución de 1824 es precisamente un mecanismo para “juzgar a los
individuos de la Corte Suprema de Justicia”, tal y como lo preveía su
artículo 139, recayendo en los diputados tal obligación, encontrando ahí́ el
primer antecedente directo de los actuales juicios políticos.
Es en la Constitución de 1857 cuando de manera
detallada, en los artículos 103 a 108, encontramos un capítulo relativo a “la
responsabilidad de los funcionarios públicos”, antecedente directo del Título
Cuarto de nuestra actual Constitución Federal. En dichos preceptos se
establece un doble juego de acusador- juzgador entre el Congreso y la Suprema Corte
a fin de juzgar los delitos de los altos funcionarios, mecánica en la que el
ciudadano común y corriente no tenia la más mínima participación personal ni
directa.
Por esta importante singularidad, concluimos que no
es posible establecer que el Juicio de Residencia virreinal sea un antecedente,
ni siquiera indirecto, del juicio político que se estableció
constitucionalmente en el siglo XIX y que aún, muy modificado, tiene plena
vigencia.
En fin, es definitivo que nuestro pasado tiene mucho
que ilustrar, la historia de nuestro Derecho también. Los que planearon la
emancipación de España, a la vez proyectaron imposibilitar al pueblo para
juzgar a sus gobernantes de manera directa. Por lo anterior, los que ahora
celebran independencia también deberán dolerse de la pérdida, premeditada a
nuestro ver, de tan noble figura de control político- administrativo en aras
de intentar, en un futuro no muy lejano, resucitarla con el ánimo de regresar
al pueblo el elevado y sagrado poder de “residenciar a los residenciables”.
[1] Esta figura encuentra su
fundamento en el libro V, titulo XV, de la Recopilación de las Leyes de los
Reinos de Indias que en 1681 mandó reunir el rey Carlos II.
[2] Más al respecto puede
consultarse en THOMAS Calvo y Blázquez Adrián. Guadalajara y el nuevo mundo. Nuño Beltrán de Guzmán: semblanza de un
conquistador. Ed. Institución Provincial de Cultura “Marqués de
Santillana”, Guadalajara, España, 1992.
[3] Al efecto, la ley 28 del
título XV, libro V, de la Recopilación de 1681 disponía: “Cuando se pusieren
edictos, publicaren y pregonaren las residencias, sea de forma que vengan a
noticia de los Indios para que puedan pedir justicia de sus agravios con entera
libertad”.
[4] En términos modernos era una especie de
curriculum vitae, que en muchos casos eran una apología del subdito
residenciado.
[5] Esta sentencia se localiza
en el Archivo Histórico Nacional de Madrid y fue dictada por el juez de la
Residencia don Domingo Valcárcel y Formento, Caballero de la Orden de
Santiago, Consultor del Santo Oficio y Oidor de la Real Audiencia de la Ciudad
de Méjico.