José Ortega y Gasset es uno de los grandes pensadores en español. En su libro “La España Invertebrada” acuña el término “aristofobia” que es el odio, el temor que en especial los españoles y muchos hispanófilos han desarrollado de forma tradicional contra los mejores, aquellos que, en teoría, deberían tener un papel sobresaliente en nuestra sociedad.
El libro,
publicado en 1921, analiza la crisis social y política de la España de su
tiempo, en muchos sentidos similar a la contemporánea, y de manera correlativa
en Hispanoamérica, culpando de la “invertebración” o falta de una columna que
sostenga a separatismos, regionalismos y subjetivismos exacerbados. Ortega
denuncia la falta en la cultura hispana de una minoría dirigente e ilustrada
capaz de tomar decisiones con eficacia. Es lo que él llama la “aristofobia”, un
fenómeno propiamente hispano que intentará responder el porqué de su existencia
y su ausencia en otras culturas paralelas como la sajona u oriental. Esto sin
decir mejores, sino diferentes y que es necesario caracterizar para crecer.
Parroquia de Guadalupe, Madrid (1964)
Dice Ortega:
“Por una extraña y trágica perversión del instinto” el pueblo español detesta a
todo hombre ejemplar, o, al menos, está ciego para sus cualidades. En todo
caso, prosigue, si se deja conmover por alguien suele ser por algún hombre “ruin
e inferior que se pone al servicio de los instintos multitudinarios”. La
aristofobia es una de las causantes de “la mortal enfermedad padecida por
nuestro pueblo”. Tras mirar los diagnósticos con respecto al denominado “problema
de España”, Ortega opina que “la ausencia de los mejores, o, al menos su
escasez, actúa sobre toda nuestra historia y ha impedido que seamos nunca una
nación suficientemente normal, como lo han sido las demás nacidas de parejas
condiciones”.
Esta ausencia del liderazgo de los mejores ha creado en la masa, y es en este
mismo instante cuando el pensador introduce por primera este término, que luego
desarrollaría en ‘La rebelión de las masas’, una ceguera que le impide hacer
distinción alguna entre el ‘hombre mejor’ y el ‘hombre peor’, «de suerte que
cuando en nuestra tierra aparecen individuos privilegiados, la masa no sabe
aprovecharlos y a menudo los aniquila». Ortega concluye señalando el peligro de
que un pueblo “por una perversión de sus afectos», se dé en odiar a todos
aquellos individuos ejemplares, por el mero hecho de serlo, causando la
irremediable degeneración de esa nación. España es «un lamentable ejemplo de
esta perversión» antes descrita.
Hasta aquí
Ortega, pero la lectura de su obra casi diez años después de dejar la
participación activa en la institución eclesial, me hizo entenderla
históricamente. La Iglesia mexicana fue
configurada por españoles y en el siglo XX, siempre vio como ejemplar el
pensamiento y cultura hispano. Un ejemplo es el sueño hispanófilo de Marcial Maciel,
icono de la crisis eclesial mexicana. En
efecto, hubo gente muy notable, pero esta lacra cultural se nos pegó sin
querer. Por ejemplo, el Superior General
Jesús M. Padilla decía en los años 60, “vamos por la reconquista de España” y
puso como cabeza de playa una enorme parroquia con diseño vanguardista dedicada
a la Virgen de Guadalupe y casas en Calahorra, Córdoba, Zaragoza y dos intentos
de noviciado. Ingresaron algunos españoles, los cuales fueron tratados como
flores preciosas al interior de la institución, en general de nivel
sociocultural bajo. Pero con la debacle
del catolicismo a la muerte de Franco, la versión española entró en crisis y los
pocos que permanecieron se trasladaron a América.
Estos
sujetos, en una cultura hispanofilica eran tratados como geniales. Nunca se inculturaron
a estas tierras y si lo hicieron fue deplorable por su pobre nivel. Podría
citar muchos casos. Solo pondré algunos. Iban a Chiapas y felices de disfrazarse de
indígenas o tomar fotos con los niños del lugar para sus amistades peninsulares.
La rica cultura originaria era vista solamente como curiosidad y
artesanía. Una fiesta de Cristo Rey nos
pide uno que no cantemos “Que viva Cristo Rey” porque era canto franquista,
ajeno de lo que fue la Cristiada en México. Lo mandamos a volar. Odiaban los altares de muertos porque era
brujería e idolatría, esto dicho en pleno siglo XX y embarrarse de cultura en
la Universidad de Comillas. El colmo,
uno que llegó a provincial comenta en la comida “joder, que feos sois vosotros,
hoy subí al metro y lo comprobé”. Gente con don de trato pero ignorantes y
xenofóbicos.
Yo me fui desilusionando
y dándome cuenta de eso comenté particularmente a un compañero que en las
siguientes elecciones, solo pusiéramos a uno de ellos y tomé distancia de ellos
por considerar que no tenían conocimiento ni apertura al punto que dijo: “Cómo
quieres que hable de Conchita si ni yo la entiendo”. Y lo que hice particular se volvió chisme y
me volví en antihispanista, cosa que no es verdad y viví su marginación.
Hoy me doy
cuenta de que en buena parte la debacle de la institución es parte de eso. Quien disiente de ellos se le aplica la
aristofobia y se le sicologiza con frases “es bueno, pero ese no es un problema”;
“es un genio, pero está loco, debería ser internado”, etc. En estos quince años hemos visto partir a un
Superior General, personajes valiosos hoy en la transformación del país, que
fueron promovidos por una generación de apertura y bloqueados por su oportunismo.
Además, ver morir sujetos excepcionales marginados como Juan Molina. Son incapaces
de liderear un proyecto de significancia social y eclesial, en fin no dejan de
ser como dijo un amigo “los tontos misioneros de la buena onda”. Me da lástima. Hoy los comprendo mejor y veo con pena que no
tienen con que salir adelante históricamente.
Ni hablar hoy Cluny, la abadía más representativa del siglo X, son
ruinas y pasa una carretera en medio de ella.
Lo mismo pasará con el Altillo el más representativo de sus monumentos
irremediablemente. Y lo comparto por su falta de autocrítica y porque
históricamente tiene que quedar plasmado.